Por: Andrés Marguti

Amanecía una helada mañana de invierno en los bosques de Europa meridional, hace aproximadamente 40 mil años. Los primeros rayos solares rasgaban la bruma que se levantaba sobre los altos árboles que se erguían por miles en las enormes extensiones de bosque de aquel macizo montañoso, en lo que hoy ocupa territorio francés.


Un corpulento hombre, adormilado y hambriento, alimentaba la gran fogata dispuesta a la entrada de una enorme caverna. La había tenido bajo su cuidado durante gran parte de la noche, evitando que se extinguiera y manteniendo así a raya a los lobos y felinos que acechaban constantemente a su clan.

Dentro de la caverna dormían aún 27 individuos, miembros todos de su familia, herederos de la sabiduría ancestral de 30 generaciones de hombres y mujeres, que pronto empezarían a prepararse para enfrentar un nuevo día, lleno de desafíos y peligros, y cuyo principal objetivo era simplemente el de sobrevivir (*)


Fuertes, de baja estatura, enorme y ancha nariz, escasa e inclinada frente, estos primitivos seres utilizaban ya el fuego, pero aún no lo dominaban, se cubrían con las pieles de sus presas para sobrevivir a la última época glaciar del Pleistoceno y ostentaban una organización jerárquica, en donde el jefe del clan podía tener tan solo 30 años edad y su autoridad era ganada en base a fuerza, destreza y valentía en la caza.


Era el Hombre de Neanderthal, el rudo, el tosco, el cavernario, pero también el solidario y amoroso ser que ya tenía conciencia de su propia muerte al enterrar a sus cadáveres y metaforizar su partida al más allá.

LA AVENTURA DE OTRA ESPECIE

En aquellos tiempos, Europa estaba cubierta en más de la mitad de su territorio por un enorme casquete de hielo que tenía miles de kilómetros de extensión.


Al mismo tiempo que el Hombre de Neanderthal evolucionaba en estas heladas y hermosas regiones de Europa, otra especie de humanos lo hacía en otras tierras menos frías, en otros continentes y climas. Estos seres eran colonizadores, debido a que su bipedismo era ya perfecto, lo que les permitió caminar miles de kilómetros para descubrir nuevos horizontes, obedeciendo a su curiosidad e inteligencia.

A su paso encontraron nuevas especies de animales desconocidos y lugares más fríos que explorar, tuvieron la capacidad suficiente para adaptarse a estos nuevos retos y nunca claudicaron.
Eran espigados y ágiles, construían sus propios refugios, dominaban el fuego a su entera conveniencia, poseían mejores herramientas y armas para cazar y su lenguaje estaba más evolucionado. No estaban tan bien adaptados al frío, pero su adaptabilidad les ofrecía muchas soluciones llenas de ingenio para sobrevivir.


Así, un día, estos individuos llegaron a los fríos dominios del Neanderthal, sin que ninguna de las dos especies supiera la existencia de la otra.
Era el Hombre de Cromagnon, el primer hommo sapiens, que llego para colonizar estas tierras y marcarlas con su genial arte rupestre.

EL ENCUENTRO INEVITABLE


La tarde de aquel día y en solitario, el Neanderthal guardián del fuego había acechado sin fortuna a un inmenso alce, que finalmente había escapado de su lanza. Cansado y sediento, puso marcha hacia la seguridad de su cueva.
Sin embargo, los chispeantes ojos de un Cromagnon, lo observaban de cerca y detrás de un denso grupo de arbustos. Lo habían vigilado durante más de una hora, con una curiosidad inmensa, pues era una visión totalmente desconocida para él. Finalmente, el hombre oculto decide enfrenar sus preguntas y temores, saliendo a su encuentro sin mediar ningún plan, emboscándolo y saltando de improviso para quedar frente a frente con el desconocido.

Los ojos de ambos individuos se miraron fijamente. El Neanderthal ante tal visión y sorpresa, entro en pánico, empujo al Cromagnon y corrió. Éste se incorporó, fue tras él, apunto con su lanza y disparo.
Un grito de dolor inundo el bosque cercano a la cueva del hombre que acababa de morir. El clan se apresuró a acudir en su ayuda.


Estaba consumado. El primer encuentro de las dos últimas especies humanas anteriores a la nuestra, fue inevitable, y por supuesto, nada agradable.

Continuará…

(*) Descripción personal de una escena de la película “La guerra del Fuego” 1982, Jean-Jacques Annaud

Periódico El Mosquito

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